La crisis no nos deshoja a todos por igual,
La vida que se elige, nos marca y condena,
o nos mantiene despiertos e ilusionados.
Todo lo que conocemos,
es un presente marcado por minutos,
pero implacablemente perenne,
que jamás cedió su sitió,
ni al pasado ni al futuro.
Y esto, es lo que nos ha tocado vivir.
A cada cual su yugo, a cada cual,
una experiencia importante, impactante.
Con “suerte”, algo en lo que no creo,
llevadera.
Este relato procede de una caída.
Tantos y tantos caemos y otros tantos,
nos recogemos y refugiamos, como podemos.
EL YUGO
Arrojó su maleta contra la arena,
abatido por tanta desidia,
que ni su brillante mente podría salvarlo.
El viento cruzaba de lado a lado,
rozando con sus dedos suaves, su rostro
y sus ojos, agrisados.
Retorciendo sus cabellos con sus manos,
dejó caer su cabeza,
guiando su vista hacia el suelo.
Y todas las palabras contenidas,
tantos y tantos años,
surgieron a borbotones,
entre lamentos embriagados de melancolía.
Corrían junto a su tormento, bajo su pecho,
para reunirse entre los pálpitos de su
corazón.
Como botellas flotando en la inmensa
tempestad,
de su aflorado abatimiento.
Y nunca había pensado, que llegaría a
desear, la muerte.
Todo era ahora, tan… diferente.
Era tarde para mejorar, lo inesperado.
Ante sí no hallaba puertas, tampoco
ventanas.
Sólo un camino vacío, repleto de miradas.
De esas que susurran entre el vacío sin
señalar,
pero tan perceptibles, como pinchazos
enjutos, directos al alma.
Quería desaparecer, ser invisible,
prescindir de la necesidad de comer,
Incluso beber. Para qué.
Así sería más fácil.
Sólo, en la penumbra de sus retóricas:
“Cómo he llegado hasta aquí.
He recorrido mil años durmiendo.
Ahora, no quiero olvidar lo que fui.
Soy un prisionero, he conocido otra verdad,
que tampoco era real.
¿Una vida plena y justa?,
Si, tal vez, lo fuera.
Pero ya no suenan las campanas,
que salpicaban las trompetas de mi
comparsa,
aliada y traicionera por igual.
Infiltrada en mi propia existencia irreal.
¿Qué podría hacer yo ahora?,
¿Cómo puedo ser un extraño en mi propio
ser,
desterrado de mi mismo?”
Pensaba en sus hijos, en sus risas, en sus
expresiones.
Por un instante, se erizó su piel, pensando
en sus abrazos,
cuando volvía del trabajo.
¡Un trabajo digno!, se repetía a menudo
para sí mismo.
Creía que así, era más fácil obviar esa
parte, si,
esa en la que sus superiores le hacían la puñeta de cuando en vez,
o
jornadas enteras.
Al azar, como un juego de dados. Hoy le
tocó a este.
Sí, un trabajo digno. Suficiente para…
¿“sobrevivir”?, porque hoy en día es lo que
hacemos todos, ¿no?
Sí, decididamente era un trabajo.
Después, pensaba en su mujer, en sus ojos castaños,
en su sonrisa a medias.
Reflejando la dulzura que realmente,
escondía tímidamente en su ser.
Sin darse cuenta, comenzó a llorar, sin
lágrimas. No sabía cuando había
aprendido, pero era así, desde hace mucho tiempo.
El alma sabe de estas cosas, aunque uno no
quisiera nunca,
experimentarlas.
Ahora, solo podía pensar en sus recuerdos.
Era lo único que no le habían quitado, que
la vida, no le había arrancado.
Aunque no sabía, cuanto tiempo duraría. Tal
vez, sería bueno para su
bienestar, perder la memoria.
Quizá fuera lo mejor, dado su presente.
Mirar a su alrededor no servía de nada.
Estaba convencido de ello.
Era… así.
Todas las personas, que había conocido, no
existían.
No estaban. Se esfumaron con su casa, su
matrimonio, su hogar.
Lo había perdido todo. Pero no estaba sólo.
No.
Hoy en día, hay muchos organismos que se
dedican a ayudar.
Para alguien que ha estado “sobreviviendo”,
llegar hasta ahí puede
resultar, ¿difícil?, ¿sencillo?
¿Cuántos muros hay plantados, delante de
esta idea?
Dos.
El del orgullo y el de la desconfianza, que
en realidad es el de la negación.
Uno.
Lo que ocurre, es que un muro, puede
convertirse en una muralla que
rodea todas las posibilidades de uno.
Por eso, del orgullo y desconfianza, pueden
pender, la rabia, la tristeza, y
más sentimientos, más.
Generando en depresión.
Depende de como uno vaya o se haya ido acostumbrado
siempre a los
reveses de la vida, aunque la gravedad de estos,
son incomparables al hecho de perder. Todo.
Cuantas veces el mismo discurso en su
cabeza…
Mientras sigue sentado en el camino, junto
a su maleta.
Y ahora, no tiene tiempo para nada, cuando
realmente, no está atado a
una familia, un trabajo, un hogar.
Sólo a las necesidades humanas.
Vivir en la calle no es deseable. Para
nadie.
Todos somos consumistas atados al mundo y
nunca pensamos, que
veremos ese muro frente a nosotros y la nada a nuestro
alrededor.
Pero somos esclavos de la vida, todos, lo
somos.
Y morir es a lo que las circunstancias, nos
están acostumbrando
peligrosamente.
Si los que están ahí arriba, digo arriba
porque son los que están,
dedicaran su tiempo a gobernar en condiciones,
los que estamos aquí abajo, podríamos
seguir sobreviviendo, sin tener
que perdonar a nuestra alma, por quitarnos la
vida.
Dedicado a todas aquellas personas, que
tristemente, han acabado con su
abatimiento.
Pagándolo, con lo único que tenían y lo era
todo. Su mente brillante, su
derecho a la vida, su existencia…
Por culpa de un despido y posterior
desahucio de su propia casa, cuya
hipoteca, no podían pagar.
Esther MG
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